Cada día
espero que caiga el manto de la noche, que el ambiente caluroso sea desplazado
por el aire fresco de la oscuridad. Veo a través de las ventanas como la
claridad atenúa con el correr de la tarde, el opaco resplandor de una jornada
que finaliza llevando consigo un presente que queda atrás a cada segundo. Las
arenas del tiempo caen y se van en el caudal de la ventisca hacia su destino,
el pasado.
Respiro
profundo al caminar escuchando las voces ambulantes y el andar apresurado. El
viento sopla y arremete contra los pasos lentos, mueve las hojas de los árboles
al compás de las aves precipitadas por las nubes acechantes. Un cielo claro que
lo fue, ya no, vapor de agua gris llenando el azul opacado en el azabache de
las horas.
Las
luces encendidas de un mundo que no duerme iluminan el camino de sombras entristecidas.
Manos hambrientas se elevan con el andar, vistas deprimidas al suelo, llantos
enmudecidos por la resignación de la indiferencia periódica y el estruendo
comerciante. Una noche más en pena, arropados en la apática frialdad.
La
tormenta pronto vendrá, ya pasó o está aquí, gente amotinada esperando el
tiempo adecuado, sin lógica ni amabilidad, espacios vacíos y calles en
libertad. La hora de la osadía avecina, huyo de la desbandada abrupta, del empuje
salvaje y primitivo, de la imprudencia descortés. Busco la calma de la nulidad,
la serenidad del enigma aislado, la paz del cielo estruendoso.
El
resoplido ardiente me llama para un poco de té, limón y miel. Leo las cartas
antiguas que guardo en el cajón del porvenir, cada vez que las leo me cuentan
algo nuevo, me dicen más en cada ocasión, hasta que el reloj deje de sonar.
Las visiones
de la media noche me guían al plano adyacente, escuchando como suena la lluvia
en la oscuridad, con los ojos cerrados escucho los relámpagos a lo lejos
consolando mi alma. Cada minuto me hace volar en el universo de las
remembranzas y la tranquilidad de las noches de lluvia.
El
torrencial aguacero venía sin avisar, nubes inadvertidas emboscan el crepúsculo
y primer rugir del firmamento, corría como un niño a la cama de mis padres a
esconderme de los truenos y el frío bajo su suave cobija, siempre escuchaba el
inicio pero no estaba presente para el final.
Las
gotas humedecen mis ropas, caen por aquí, por allá, es un juego de espías
esquivando balas y sonriéndole a la preocupación de un cielo roto. El agua
filtrada entre grietas y la adrenalina de escalar muebles para huir de la inundación
de la necesidad. Canciones de cuna al sonar de la tempestad.
Que diversión
es el correr tras una pelota, salpicando el torrente ante nuestros pies,
calzadas inundadas de alegría, posar con los brazos abiertos viendo al cielo y
sentir la llovizna de la dicha, bañados por la despreocupación y pidiendo que
el momento se mantuviera tan solo un poco más.
Ver arte
de los árboles de luz ramificando sus centellas a lo largo del cielo, energía explotando
contra el cosmos e irradiando los suelos. Fuego infinito que asombra y
atemoriza con su efímero y resonante galopar. Estampida abriéndose paso entre
las nubes rasgadas por el fulgor electrizante.
Noches
de romance encerrados en un abrazo y un beso, bajo el tejado al final de un callejón.
Salpicados por el amor, nadando en los ojos de la belleza y acariciando la tez
de la brisa. Juventud en disturbios por el vendaval de la pasión.
Viajes
bajo el torrencial hacia tierras desconocidas, aventuras cegadas por la
ventisca contra el vidrio, experiencias de la espera y de lo inoportuno. Andando
con los pies mojados entre alamedas de
bello esplendor, bajo la sombrilla de lo maravilloso.
Una taza
de café que acompaña un amena conversación, risas fugaces aguardando el claro
para marchar, pero deseando no termine y tener una excusa para no alejarte de
la voz dulce. Hablar, reír y llorar por lo que hay, por lo que hubo algún
tiempo atrás, por lo que se quiere que venga, por la esperanza aún no perdida.
Susurros
del pasado que alivian mi corazón alterado, me arrullan para dormir entre las
penumbras, en la lejanía del olvido. Vuelo al país de los sueños y la fascinación,
navegando los caudales de lo maravilloso,
lo guardado y lo deseado. Todo con el sonar de la placidez, ronroneo de las
nubes imaginarias y los relámpagos del corazón.
Mis ojos
se abren ante la sustantividad de la noche que aún no termina. El silencio es
desconcertante, pero esa es la realidad, no hay ruidos, no hay voces, no hay
vida. Una madrugada callada que no busca mi cansancio, pero que acompaña a la
mente que se ha sido arrastrada por la corriente. Aún falta para que el alba
avise que ya no es posible dormir, es necesario intentar concluir el descanso
en lo posible.
Cada mañana
brinda sus bondades con la tranquilidad de un sueño fantasioso, inducido por el
eco ilusorio proveniente de la modernidad. Vengo de otros lugares, donde no es
necesario recurrir al engaño, el aroma del suelo mojado al inicio del día es
tranquilizante, así como salir a la humedad de la brisa reminiscente y clima
refrescante. Eso es en la lejanía, donde el invierno llega en mayo, el sol se
esconde tras las nubes.
Aquí es
distinto, el asfalto está seco bajo este sol radiante, no hay indicios de
humedad, el calor abrasador sacude desde horas tempranas y arrecia con el
seguir del día, por ello espero cada día que caiga la noche, para soñar, para
creer que estoy durmiendo de nuevo en la cama del ayer, donde vivía tranquilo sin
saberlo, donde sonreía solo con el agua chocando con el techo metálico.
No darte
cuenta que diferente son las noches, dar por sentado la simplicidad de las
cosas, minimizar la importancia de los detalles que llenan la vida, hasta que
ves todas las noches el cielo limpio, porque en esta nueva ciudad nunca llueve.
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